Ahí estaba. Sentado en su sillón de terciopelo color sangre,
en la abismada tarde de octubre, Poncio Pilatos, miraba con impenetrable
intensidad la vasija de latón como si quisiera escudriñar los secretos de la
gente en los mercados. Las abolladuras,
su comprensible degradación, su brillo opaco, mate, la nostálgica mirada se
posaba cada vez más en ese objeto cotidiano cansado por tanto uso que le había
dado en todos estos años y que continuaba acompañándolo como un familiar roto y
decrépito. Pero esta vez no podré
lavarme las manos al tomar una decisión sobre un hombre acusado de no sé qué
cosas que no encuentro delito alguno. Quedar bien con la secta? Echármelos de
enemigos? Contradecir a Roma? Todos estos predicamentos le asaltaban su mente confundiéndolo
cada vez. Atropellando su sensatez. En eso estaba cuando le vino de sorpresa
esa lejana canción de cuna que le cantaba la mujer que lo atendía desde que
nació en el barrio de Talava. Una incomprensible canción que guardaba ecos de
una dulzura de mar y de cielo.
Y ese sorpresivo estado de atolondramiento de fugaces llamaradas
y recordatorios descuidados ante tamaña decisión que debía tomar a más tardar
mañana en la tarde después de la hora de los gallos, no lo pensó dos veces y
mandó a llamar a su asistente, un joven griego que se le unió después de la
batalle de Kalima un pueblito cerca de Macedonia de gente con más cara de
hambre que de aspiraciones remotas sobre riquezas basadas en el oro. Un joven
que le demostraba una diligencia y una finura infernal en sus quehaceres que él
le mandaba a hacer sobre cosas de la administración de estos territorios
conquistados por el imperio. Me voy a ir por las buenas. Por el lado correcto
de la ley. Se le escucho apresurado por el pasillo que conducía a su
escritorio. Entró mostrando una barba retecuidada y enseguida la expresión del
amanuense “mande mi señor”.
Mira Agustión, tu sabes que tengo entre mis manos que tomar
una decisión sobre ese hombre acusado por los israelitas, el que dice que es
rey, el de los milagros etc. Bueno, quiero que me consigas toda la legislación
romana y me saques un resumen de las cosas que me son útiles para tomar mi
decisión.
Enseguida Agustión se puso a escudriñar toda esa papelería
que guardaba una pequeña biblioteca a un costado del despacho de Poncio. Él sabía
que esta era la oportunidad de oro para satisfacer al Cónsul de manera de
quedar a la puerta de obtener la ciudadanía romana, ya que era un indocumentado
feliz pero sin papeles y eso lo ponía en una posición de segunda entre los
otros adláteres que formaban un cierto tipo de consejo de seguridad del Poncio.
Era conocida la sagacidad de este muchacho, su meticulosidad y fruición ante
misiones imposibles que acostumbraban a darle como casos más difíciles, “démoselas
a Agustín”, pero así mismo él las resolvía a cabalidad desenfrenada.
Y así, fue tanta la intensidad de la entrega para este trabajo que
yo creo que no se dio cuenta que al final fue construyendo una nueva
legislación con sorprendentes argumentos jamás vistos que empequeñecían las
normas establecidas de una forma tan admirable que enseguida quedabas de
acuerdo que así tenía que ser. Con recias verdades fue montando una retórica
que daba gusto como si se abrieran todas las puertas de la sabiduría en un
querer más y más. Era imposible, una vez que leías su perorata, desviarte de
ese camino recto y silencioso imperturbable.
Oh, ya lo tienes? dijo Poncio. Si mi señor, espero que sea de
toda su utilidad. Y quedó solo en su escritorio y comenzó a leer. Cada vez más
se convencía que era un tratado insuperable que dejaba como bebé de pecho la
otrora incomparable adusta normativa imperial, hecha por un montón de las
mejores mentes sabias que contaba Roma. Pero que este chiquillo locuaz había
partido en dos y obtenido semejante obra en el transcurso de apenas 24 horas,
como si el dios jupiter le hubiera bajado a su escritorio y dotado de todas
esas ocurrencias que le daban un cuerpo tan prístino y sólido que no había para
más.
Enseguida, casi sin pensarlo, rubricó con su firma el
documento para presentarlo ante el senado como si fuera suyo, con lo cual
escalaría enseguida hacia el prestigio y todos no harían más que arrojarse a
sus pies luego de leer semejante obra, que podría ponerlo en camino hasta
convertirlo en el próximo Cesar, “y por qué no”, pero también sabía que podría correr un poco
de la sangre del autor original, caso que se saliera por la tangente diciendo
que era él el autor intelectual y no Poncio de Talava. Envolvió el mamotreto en
un papel manila mate y amarró con una lia haciendo un lazo meticuloso.
Creó que lo podría mandar cerca de la frontera con
Persia, en el pueblito ese cuchitril donde la amapola burbulle por todos lados
y la gente vive en una constante alucinación montados sobre sus pobres perros
orinados y cagados por doquier. No hay agua, se la imaginan. Y con eso les
basta. Podría asignarle para que represente el escriva que reúna los pormenores
de la vida en ese tugurio. Le otorgaría la nacionalidad algo que el anhela como
el que desea a la mujer más bella.
Les dijo a los del sanedrín que hicieran lo que les viniera
en gana con el tal jesus pero que él tenía que partir hacia Roma en una misión
incontenible que podría cambiar el rumbo de la historia romana y su estado en el
universo. Estos lo miraron mal encarados y que cuándo volvería, que no lo
dejarán solos con ese tamal. Y Pilatos les dijo no estoy hecho para atender
casos de corregiduría como este que me presentan envuelto en ridículo papel
periódico. Quiero que sepan que no me lavaré las manos, porque a partir de
ahora me haré el sordo con este caso y para eso me llevaré mi platón mimado
directo a la capital que otra misión inmensa me espera que me hará mirarlos
desde arriba. La secta quedó atónita confundida mirándolo de arriba abajo
comentando que hierbas ha podido tomar que le cambiase su talante de cónsul con
su ropaje percudido y mal planchado. Y escupieron en el suelo.
Poncio le dio la espalda y monto en su caballo bayo donde a su
mujer le gustaba verlo montado, pero como si él en verdad fuera el caballo montado
encima de Poncio. Eran artilugios eróticos que su mujer practicaba que la
hacían sentir tan satisfecha que no necesitara de Poncio durante meses.
Continua….
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