lunes, 18 de julio de 2016

Maleantes y profetas






Lazlo Moholy



Estaba en Kualalumpur, en una calle atestada por un gentío que hablaba con gritos a diestra y siniestra. Un griterío como en un mercado eterno y extenso. Por el uniforme de los guardias, sus anchas libretas de apuntes, pensé que había ocurrido un accidente de tránsito en una de esas calles que apenas se puede caminar. Espere más de quince horas mientras estacionaba una ambulancia pintada de verde, (que me pareció grave cuando esos transportes siempre son en blanco) como la sábana que ahora un joven guardia me tiraba encima del cuerpo. En peso me levantaron hasta la camilla y seguidamente fui colocado en la parte de atrás del vehículo. 
Recuerdo cuando llegué aquí a Kualalumpur a un curso de radio operador. Mi estadía iba durar unos dos meses. Por el idioma, una jerga como si hablaras al revés, hizo que me quedara unos tres meses. Pues las clases terminaban como a las seis de la tarde, de allí que me decidía a recorrer las plazas y mercados y calles alrededor del hotel para no arriesgarme hacia otras calles amenazantes como las que existen en todas las ciudades. Pero lo que más me gustaba era irme a los muelles que por cierto estaban cerca. Había puestos de venta callejeros de mariscos y barcos amarrados y así fue como conocí a Xiu una vietnamita hija de un coronel suramericano. Es raro, verdad? Lo mismo me dije. Pero recuerden que en esa guerra se involucraron gentes de otras partes. Su padre suramericano había estado tres años en Saigón como espía de los boinas verdes. Ella era una consumada consumidora de pulpo. Nos topamos en una tolda improvisada y quedamos hablando y comiendo juntos. En los primeros cuarenta días que estuve nos enamoramos.  Yo dejé el curso de radio operador, total para qué, si conociendo a Xiu tenía toda la vida que jamás había tenido. A su padre no lo había conocido, según me explicó estaba por Escocia aprendiendo las técnicas de construcción de gaitas y al regreso pondría una pequeña fábrica aprovechando la abundante y miserable mano de obra barata kualalumperense. Entonces ocurrieron dos situaciones: a) los que me enviaron al curso fueron sorprendidos por mi renuncia y no les gustó nada lo que habían pagado y de pronto me salía con eso de renunciar porque como dicen “dos tetas jalan más que una carreta”, expresión que le escribí y no creo que les gustó y lo que querían era cobrarme la plata del curso,  b) al padre de Xiu, como viejo sabueso espía, ya le habían adelantado nuestro amorío y no le había gustado nada que su hija escogiera a un latinoamericano como esposo, porque, como se lo dijo, el único cabrón soy yo y cosas por el estilo de los militares.

Entonces las cosas empezaron a complicarse, la agencia donde había renunciado mandó a tres detectives, dos gordos y uno flaco (éste último drogadicto) para traerme de vuelta vivo o muerto. Para que pague las consecuencias (se refería a la plata) y sea más responsable con las responsabilidades. En cuanto al padre de Xiu, el mismo se encargaría de mi caso y de hacer desaparecer mi cuerpo y espíritu, de modo que la extinción era el mejor sitio para quitarle de encima del corazón y del cuerpo de Xiu a ese pendejo, como se lo dijo.

Tratamos de huir una noche por una vieja carretera hacia la frontera de Banckok, pero la lluvia y los mosquitos hicieron que me diera la fiebre amarilla que casi me mata en una aldea cerca de un río donde criaban muchos cerdos y había extensas plantaciones de arroz. Regresamos a la ciudad donde una tía de Xiu, que tenía un pequeño bar también improvisado como todos, nos dejó estar el fin de semana mientras me recuperaba. Pero dos de los tres detectives me habían seguido la pista y pernoctaban esperando el momento para aprehenderme y llevarme de vuelta pero sin Xiu. Pero logramos escabullirnos en la madrugada y mudarnos a otra casa cerca del río. Entonces el padre de ella, el suramericano espía, también había estado siguiendo pistas (recuérdese su pasado militar) y estaba por el área y créanme que se encontró con los detectives y pasaron a una balacera donde uno de los detectives, el flaco drogadicto, fue duramente herido y tuvieron que retirarse a un refugio de nuevo en el centro de la ciudad.


Pero los detectives fueron preparando su venganza y vinieron en la noche siguiente y aprovechando mis delirios por la fiebre, secuestraron a Xiu, la metieron a un carro alquilado y a toda velocidad anduvieron por todos los recovecos de una ciudad de más de 50 millones de habitantes. Cuando desperté tenía una pistola apuntándome a la sien, era el padre de Xiu en camiseta y pantalones cortos. Me interrogó sobre adónde se la llevaron, para quién trabajaba, quién era mi contacto, mi clave secreta. Y yo le explicaba que sólo era un operador de radio, que renuncié al trabajo y a la agencia por el amor de Xiu. Pero el suramericano no me creía y buscó a otros dos chinos con cara de torturadores y me dijo que si no confesaba ellos me comerían. Me dio risa semejante situación. Pero en eso, el suramericano hizo que entrara un joven hindú que tenía atadas las manos y acto seguido les dijo algo a los chinos torturadores que estos se le fueron encima al hindú como perros en un espectáculo terrible que se lo fueron devorando. Todo el cuarto quedó salpicado de sangre y pedazos de carne y huesos. Eso es para que veas que no te miento, dijo. Me desmayé y no volví, sino a los días a ser conciente mientras abría los ojos frente a un viejo ventilador. Y ahí estaba de pie con esa ridícula pose militar sureña, diciéndome: o me dices tus contactos o te jodes. Entonces le rogué que no era yo la causa de la desaparición de su hija, que es más, yo también estaba preocupado por su ausencia en manos de esos asesinos. Entonces no sé si comprendió pero en ese momento sonó el teléfono y un chino que siempre lo acompañaba le pasó el auricular y comenzó una jerga ensordecedora complementada con gritos y ademanes furiosos que fueron inundando la asquerosa habitación llena de lodo y alimañas, donde me tenía atado a la pata de una refrigeradora. Entonces cerró el teléfono y me dijo – Te salvaste, muchacho, ven conmigo. Me desató y juntos nos metimos a un Lada rojo que cogió por unas calles estrechas hasta salir a la autopista, de allí dobló como hacia el centro de la ciudad. Estaba anocheciendo y las luces de neón de Kualalumpur se encendían como todas las noches de su existencia. El auto se detuvo en una esquina cerca de un viejo teatro   donde una gente hacía fila para comprar tiquetes de cine. Entramos al cine, yo encañonado por el militar, me llevó a los baños y ahí estaba ella encañonada por los dos revólveres de los detectives de la agencia.  Entonces me di cuenta de que se trataba de un canje, como en las viejas películas.  Se hizo la entrega y me esposaron. La pobre Xiu se veía como drogada. Los dos elementos me bajaron hasta un callejón y me hicieron caminar hacia el mercado. Por su lado, el padre de Xiu  pensó que no iba dejar las cosas así y montó un operativo (como dicen) de persecución de los detectives. En una esquina, tras una balacera que me hizo quedar entre unos tanques de basura gravemente herido, le estalló una granada en el pecho. Los dos detectives fueron despadazados por los chinos amaestrados como dobermans, los otros salieron huyendo por las calles negras de Kualalumpur. Entonces fui tras de mi adorada Xiu que corría hacia las toldas improvisadas del mercado público, y donde sentía mi corazón otra vez vuelto a la vida con la brisa que traía el olor de Xiu, que a la carrera se escabullía por los quioscos azorados de mercancías y yo como sabueso con todo el amor hacia donde mi amada. Escuché el eco de una detonación y luego como una lanza puntiaguda, me cruzaba el alma y caía al piso de la acera traspasado, ensangrentado y moribundo y el policía con el arma en la mano diciendo en su jerga, -Otro ladrón del mercado que cae- lo supe porque ya estaba del otro lado del mundo, donde ya todo se puede o se sabe.


Lejanos parientes indecentes. 
a. morales cruz