Lazlo Moholy |
Estaba en
Kualalumpur, en una calle atestada por un gentío que hablaba con gritos a
diestra y siniestra. Un griterío como en un mercado eterno y extenso. Por el
uniforme de los guardias, sus anchas libretas de apuntes, pensé que había
ocurrido un accidente de tránsito en una de esas calles que apenas se puede
caminar. Espere más de quince horas mientras estacionaba una ambulancia pintada de verde, (que me pareció grave cuando esos transportes siempre son en blanco) como la
sábana que ahora un joven guardia me tiraba encima del cuerpo. En peso me
levantaron hasta la camilla y seguidamente fui colocado en la parte de atrás
del vehículo.
Recuerdo cuando llegué aquí a Kualalumpur a un curso de radio
operador. Mi estadía iba durar unos dos meses. Por el idioma, una jerga como si
hablaras al revés, hizo que me quedara unos tres meses. Pues las clases
terminaban como a las seis de la tarde, de allí que me decidía a recorrer las
plazas y mercados y calles alrededor del hotel para no arriesgarme hacia otras
calles amenazantes como las que existen en todas las ciudades. Pero lo que más
me gustaba era irme a los muelles que por cierto estaban cerca. Había puestos
de venta callejeros de mariscos y barcos amarrados y así fue como conocí a Xiu
una vietnamita hija de un coronel suramericano. Es raro, verdad? Lo mismo me
dije. Pero recuerden que en esa guerra se involucraron gentes de otras partes.
Su padre suramericano había estado tres años en Saigón como espía de los boinas
verdes. Ella era una consumada consumidora de pulpo. Nos topamos en una tolda
improvisada y quedamos hablando y comiendo juntos. En los primeros cuarenta
días que estuve nos enamoramos. Yo dejé
el curso de radio operador, total para qué, si conociendo a Xiu tenía toda la
vida que jamás había tenido. A su padre no lo había conocido, según me explicó
estaba por Escocia aprendiendo las técnicas de construcción de gaitas y al
regreso pondría una pequeña fábrica aprovechando la abundante y miserable mano
de obra barata kualalumperense. Entonces ocurrieron dos situaciones: a) los que
me enviaron al curso fueron sorprendidos por mi renuncia y no les gustó nada lo
que habían pagado y de pronto me salía con eso de renunciar porque como dicen
“dos tetas jalan más que una carreta”, expresión que le escribí y no creo que
les gustó y lo que querían era cobrarme la plata del curso, b) al padre de Xiu, como viejo sabueso espía,
ya le habían adelantado nuestro amorío y no le había gustado nada que su hija
escogiera a un latinoamericano como esposo, porque, como se lo dijo, el único
cabrón soy yo y cosas por el estilo de los militares.
Entonces las cosas
empezaron a complicarse, la agencia donde había renunciado mandó a tres
detectives, dos gordos y uno flaco (éste último drogadicto) para traerme de
vuelta vivo o muerto. Para que pague las consecuencias (se refería a la plata)
y sea más responsable con las responsabilidades. En cuanto al padre de Xiu, el
mismo se encargaría de mi caso y de hacer desaparecer mi cuerpo y espíritu, de
modo que la extinción era el mejor sitio para quitarle de encima del corazón y
del cuerpo de Xiu a ese pendejo, como se lo dijo.
Tratamos de huir
una noche por una vieja carretera hacia la frontera de Banckok, pero la lluvia
y los mosquitos hicieron que me diera la fiebre amarilla que casi me mata en
una aldea cerca de un río donde criaban muchos cerdos y había extensas
plantaciones de arroz. Regresamos a la ciudad donde una tía de Xiu, que tenía
un pequeño bar también improvisado como todos, nos dejó estar el fin de semana
mientras me recuperaba. Pero dos de los tres detectives me habían seguido la
pista y pernoctaban esperando el momento para aprehenderme y llevarme de vuelta
pero sin Xiu. Pero logramos escabullirnos en la madrugada y mudarnos a otra
casa cerca del río. Entonces el padre de ella, el suramericano espía, también
había estado siguiendo pistas (recuérdese su pasado militar) y estaba por el
área y créanme que se encontró con los detectives y pasaron a una balacera
donde uno de los detectives, el flaco drogadicto, fue duramente herido y
tuvieron que retirarse a un refugio de nuevo en el centro de la ciudad.
Pero los
detectives fueron preparando su venganza y vinieron en la noche siguiente y
aprovechando mis delirios por la fiebre, secuestraron a Xiu, la metieron a un
carro alquilado y a toda velocidad anduvieron por todos los recovecos de una
ciudad de más de 50 millones de habitantes. Cuando desperté tenía una pistola
apuntándome a la sien, era el padre de Xiu en camiseta y pantalones cortos. Me
interrogó sobre adónde se la llevaron, para quién trabajaba, quién era mi
contacto, mi clave secreta. Y yo le explicaba que sólo era un operador de
radio, que renuncié al trabajo y a la agencia por el amor de Xiu. Pero el
suramericano no me creía y buscó a otros dos chinos con cara de torturadores y
me dijo que si no confesaba ellos me comerían. Me dio risa semejante situación.
Pero en eso, el suramericano hizo que entrara un joven hindú que tenía atadas
las manos y acto seguido les dijo algo a los chinos torturadores que estos se
le fueron encima al hindú como perros en un espectáculo terrible que se lo
fueron devorando. Todo el cuarto quedó salpicado de sangre y pedazos de carne y
huesos. Eso es para que veas que no te miento, dijo. Me desmayé y no volví,
sino a los días a ser conciente mientras abría los ojos frente a un viejo
ventilador. Y ahí estaba de pie con esa ridícula pose militar sureña,
diciéndome: o me dices tus contactos o te jodes. Entonces le rogué que no era
yo la causa de la desaparición de su hija, que es más, yo también estaba
preocupado por su ausencia en manos de esos asesinos. Entonces no sé si
comprendió pero en ese momento sonó el teléfono y un chino que siempre lo
acompañaba le pasó el auricular y comenzó una jerga ensordecedora complementada
con gritos y ademanes furiosos que fueron inundando la asquerosa habitación
llena de lodo y alimañas, donde me tenía atado a la pata de una refrigeradora.
Entonces cerró el teléfono y me dijo – Te salvaste, muchacho, ven conmigo. Me
desató y juntos nos metimos a un Lada rojo que cogió por unas calles estrechas
hasta salir a la autopista, de allí dobló como hacia el centro de la ciudad.
Estaba anocheciendo y las luces de neón de Kualalumpur se encendían como todas
las noches de su existencia. El auto se detuvo en una esquina cerca de un viejo
teatro donde una gente hacía fila para
comprar tiquetes de cine. Entramos al cine, yo encañonado por el militar, me
llevó a los baños y ahí estaba ella encañonada por los dos revólveres de los
detectives de la agencia. Entonces me di
cuenta de que se trataba de un canje, como en las viejas películas. Se hizo la entrega y me esposaron. La pobre
Xiu se veía como drogada. Los dos elementos me bajaron hasta un callejón y me
hicieron caminar hacia el mercado. Por su lado, el padre de Xiu pensó que no iba dejar las cosas así y montó
un operativo (como dicen) de persecución de los detectives. En una esquina,
tras una balacera que me hizo quedar entre unos tanques de basura gravemente
herido, le estalló una granada en el pecho. Los dos detectives fueron
despadazados por los chinos amaestrados como dobermans, los otros salieron
huyendo por las calles negras de Kualalumpur. Entonces fui tras de mi adorada
Xiu que corría hacia las toldas improvisadas del mercado público, y donde
sentía mi corazón otra vez vuelto a la vida con la brisa que traía el olor de
Xiu, que a la carrera se escabullía por los quioscos azorados de mercancías y
yo como sabueso con todo el amor hacia donde mi amada. Escuché el eco de una
detonación y luego como una lanza puntiaguda, me cruzaba el alma y caía al piso
de la acera traspasado, ensangrentado y moribundo y el policía con el arma en
la mano diciendo en su jerga, -Otro ladrón del mercado que cae- lo supe porque
ya estaba del otro lado del mundo, donde ya todo se puede o se sabe.
Lejanos parientes indecentes.
a. morales cruz